“Maldito el día en que nací. Porque no me mató en el vientre, y mi madre hubiera sido mi sepulcro. ¿Para qué salí del vientre?” (Jeremías 20:14,18)
Esto dijo el profeta Jeremías, quien, a pesar de ser llamado por Dios, sufrió una lucha interna muy fuerte. Aun entregando su vida para Dios, su misión no fue fácil. Enfrentó el rechazo, burlas, persecuciones y llegó a presiones tan extremas, que llegó a desear nunca haber nacido.
Su situación era tan difícil que, en medio del dolor, pensó en dejarlo todo:
“Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre…” (Jeremías 20:9).
Seguido así nos sentimos, agobiados, atacados, indignos. Nos desmotivamos y nos desenfocamos tanto, que dejamos a Dios de lado y no queremos saber nada sobre él.
“...no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude” (Jeremías 20:9).
Este fuego representa más que el simple deber de cumplir con algo; es una pasión, una urgencia y una convicción que Dios pone en el corazón.
¿Qué es lo que arde en tu corazón? Esa pasión, ese llamado está tan profundamente arraigado en ti que no puedes ignorarlo. Este fuego nos recuerda que estamos hechos para algo más grande, y nos recuerda a donde pertenecemos.
Cuando sentimos este fuego, enfrentamos la vida con un compromiso inquebrantable por aquello que creemos. No solo es una motivación; se convierte en convicción.
Y aunque quieras apagar este fuego, no podrás, porque este fuego no es nuestro, es de Dios.